viernes, 23 de septiembre de 2016

París era una fiesta

El Boulevard Saint Germain tiene un aire oscuro cuando cae la tarde, en sus terrazas, mientras pasean los matrimonios, ellos con su sombrero de copa, y ellas con su paraguas comprado en una dulcísima boutique, las gentes, el pueblo ocioso, contempla el caminar del viejo vampiro, con su belleza blanca y terrible, deslizándose entre los adoquines, mientras se dirige hacia la iglesia del final, en la que no puede ni entrar.

Porque en las tumbas se retuercen los muertos.

Y sin embargo en las Tullerías, las golondrinas, y los gorriones, sobre todo estos últimos, picotean las palomitas de maíz que alguna niña, con su lazito azul en el pelo, en su rubia melena dejó caer mientras alimentaba a los patos.

Subiendo la calle está la estación, ya pasada la Ópera, donde habitan los siervos de Drácula, más allá del Parnaso, a lo largo y ancho del Bulevar de los Capuchinos.

Solía beber absenta en un café cantante cercano a la Gare de l´est, antes de subirme al caballo de hierro en dirección al campo, donde las uvas, represadas por el frío, se pintan del amarillo del oro.

Entre poetas simbolistas pasaba yo mis tardes, con el sifón, y la verde materia, mientras la sigilosa hada trataba de arrebatarme el alma, me susurraba, con sus taimadas palabras extraños hechizos que agitaban mi corazón, estremeciéndome, agitando y sacudiendo los dedos que sujetan el boli sobre el papel.

Y con la libretita guardada en el bolsillo interior del armatoste regresaba a la orilla del Sena, al compás del silencioso discurrir de las aguas.

Bajaban vidas enteras dibujadas en las gabarras que recorren el río.

Y la luna llena reflejada en la estela que dejan las rosas de los enamorados que arrojan sus ilusiones al olvido.

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